Nunca una servilleta de un restaurante ha contribuido tanto al análisis económico como aquella sobre la que Arthur Laffer dibujó su famosa curva. Fue en 1974, durante una cena en el Hotel Washington. Desde entonces, los economistas del lado de la oferta productiva han tratado de poner de manifiesto que los agentes reaccionan a las distorsiones generadas por el nivel de imposición. Su comportamiento se modifica ante decisiones de incrementos o reducciones. El resultado de una subida impositiva puede ser justo el contrario al esperado.
La curva de Laffer es un punto de partida obligado para poder entender los efectos que provoca el nivel de imposición sobre la actividad, el empleo y el bienestar de una sociedad. Su evidencia empírica es incuestionable. No obstante, se debe entender e interpretar debidamente. De hecho, esta famosa curva se desplaza en el tiempo en función de diversos factores, como
el momento del ciclo, con puntos de saturación más bajos en las recesiones que en las etapas de bonanza; o debido a las consecuencias de los errores y aciertos de política económica que afecten a la capacidad de crecimiento de la economía.
La recaudación tributaria es el producto entre los tipos impositivos y las bases imponibles que gravan, factores ambos que tienden a moverse de manera inversa. Esto es, cuando los tipos de gravamen se reducen, aumentan las bases imponibles, y viceversa. Así, ante una subida de impuestos, los agentes reaccionan inhibiéndose de actuar, trasladándose a la economía informal, o moviéndose geográficamente. Mientras que lo contrario sucede cuando se produce una rebaja fiscal, ya que se anima a los agentes a actuar, se afloran actividades de la economía sumergida, y se atraen (o no se expulsan) flujos de capital (incluyendo capital humano y talento).
España tiene un sistema fiscal muy poco competitivo con relación a nuestro entorno comparado. La Presión Fiscal Normativa en España es más de un 10% superior a la media de la Unión Europea. Resulta particularmente elevada en el ámbito de la empresa y de la tributación patrimonial, donde la diferencia con nuestro entorno comparado es aún mayor, lo que, sin duda, lastra nuestra competitividad a largo plazo. Es más, nuestro elevado nivel de impuestos es uno de los principales factores explicativos de nuestros diferenciales de empleo, renta y economía sumergida. Esta distorsión es de tal magnitud que la presión fiscal española total ajustada de la economía sumergida ya es mayor que el promedio de la UE, una brecha que es aún peor en términos de esfuerzo fiscal (impuestos ajustados a la renta).
Es relevante indicar, en este punto, que no todas las figuras impositivas introducen el mismo nivel de distorsión. Los impuestos sobre el capital y la renta son más perniciosos que los de carácter indirecto. Pero es que además en España tenemos una restricción adicional, que es la de nuestros impuestos directos confiscatorios: renta, patrimonio y sucesiones. A diferencia de Alemania y Francia, donde el Tribunal y el Consejo Constitucional, respectivamente, entienden que un impuesto es confiscatorio cuando se grava respectivamente más del 50% o del 75% de los rendimientos, no se entiende por qué aquí sólo es confiscatorio cuando alcanza él, a todas luces excesivo, nivel del 100% de los rendimientos.
En España se admite que el Impuesto sobre el Patrimonio a través de la tributación mínima del 20% pueda superar el 100% de los rendimientos y que la suma con el Impuesto sobre la Renta alcance con frecuencia el 60% de los rendimientos.
El que un patrimonio rinda anualmente en términos reales el tipo impositivo del 3,5% al que llega el impuesto sobre el Patrimonio es harto complicado en un contexto de pérdidas como el actual, de bajas rentabilidades estructurales y de tipos de interés negativos. Con estos tipos y en esta realidad, este impuesto es en la práctica confiscatorio.
Resulta ahora de plena actualidad un reciente estudio del prestigioso Instituto IFO alemán, que estimó que la consecuencia principal de reintroducir el impuesto de patrimonio en Alemania sería una pérdida neta de recaudación en el largo plazo como consecuencia del exceso de gravamen o las distorsiones generadas. De hecho, conllevaba, entre otros perjuicios, un desplome de la inversión empresarial del 10 %, una contracción del PIB del 5% a largo plazo y una caída del empleo del 2%.
Este ejemplo es especialmente ilustrativo para el caso español, pues como recientemente señalaba un informe conjunto de CEIM con el IEE, el impuesto de patrimonio ya no existe en ningún país de la UE, y algunos, a pesar de esta realidad, plantean que es obligado armonizarlo mediante subidas obligadas para las comunidades autónomas como Madrid y Andalucía, que ya tienen un impuesto de patrimonio a la europea.
La consecuencia de armonizar al alza el impuesto de patrimonio en España va a ser una pérdida neta de recaudación a largo plazo, entre otras razones por la previsible salida de muchas de las familias y capitales a los que se pretende gravar hacia cercanas jurisdicciones exentas como Portugal, tal y como pasó con el ya extinto tributo francés.
Sorprendentemente, algunos todavía pretenden negar las contraindicaciones de los incrementos de la presión fiscal, planteando de forma persistente y reiterada subidas impositivas desde la perspectiva ideológica de la llamada “justicia social”, bajo la equivocada premisa de obtener los mayores ingresos tributarios a corto plazo, aunque ello sea a costa de ahondar en las injusticias y distorsiones de nuestro sistema tributario.
Las subidas de impuestos contempladas en los últimos PGE no nos van a ayudar a la consolidación fiscal a largo plazo.
La razón es que los efectos negativos sobre el crecimiento de las subidas impositivas se multiplican en el presente contexto de recesión, de alto endeudamiento público y de elevado grado de incertidumbre. El orden de magnitud de estos efectos contractivos directos e indirectos es de una caída de la actividad de entre dos y tres puntos de PIB por el punto de PIB que se ha planteado subir la presión fiscal a través de los impuestos que recaen sobre las empresas.
Es decir, que tratar de reducir el déficit público por esta vía resulta contraproducente, ya que provoca una caída de la inversión y por lo tanto del PIB potencial persistente en el tiempo muy superior a las posibles mejoras recaudatorias a corto plazo. De este modo, se termina reduciendo la capacidad de la economía para crecer, generar empleo y, en definitiva, aumentar los niveles de riqueza y bienestar de los ciudadanos.
En conclusión, el debate adecuado sobre el sistema fiscal no puede limitarse a la visión miope y reduccionista de cómo el Estado maximiza la recaudación a corto plazo, pues este no es, o no debería ser, el objetivo de ningún sistema fiscal. Por el contrario, debe adoptarse un enfoque centrado en conseguir un sistema fiscal moderno, homologado con el de nuestro entorno y, por lo tanto, compatible con una actividad económica y empresarial competitiva, que introduzca las menores distorsiones y desincentivos posibles, de modo que eso redunde en una mayor generación de riqueza, empleo, prosperidad y bienestar a largo plazo.
Columna realizada en colaboración con Nicolás Vicente Regidor, investigador asociado del Instituto de Estudios Económicos.