Ya se sabe que el ser humano es capaz de grandiosas obras de ingeniería civil y también, de despropósitos descomunales, como por ejemplo, construir un pantano en un sitio donde no hay agua. Es el caso del embalse de Isabel II, a 6 kilómetros de Níjar, que se inauguró en 1850 con expectativas de regar unas 18.000 hectáreas. El pantano que nunca fue…
En efecto, en esta localidad de Almería nunca hubo agua como para hacer una obra de estas magnitudes. Situada en una zona árida, no deja de ser curioso que esa escasez de agua haya hecho que numerosos reclamos del municipio giren en torno al preciado líquido: las casas, en las que se conserva el agua en aljibes, suelen ser de una única planta, planas; hay una ruta de los molinos de agua; muchas calles rinden homenaje a este líquido, como las calles del Pilón o la calle Lavadero. Por tener, tiene incluso un Museo del Agua: “Es un sitio único porque recoge todas las singularidades que tiene la forma de recoger el agua de una zona árida como esta”, explica Esperanza Pérez, su alcaldesa.
A lo largo de la conversación oiremos mucho la palabra árida para referirse al entorno. Se evita decir desierto, imaginamos, aunque en nuestro viaje hasta la localidad lo que se ven son planicies desérticas y otras tomadas por techos blancos, el mar de plástico, los enormes invernaderos de la provincia que proveen de frutas y hortalizas al resto de la Península. También está el otro mar, el del Cabo de Gata, con playas que están situadas a escasa media hora de la localidad: playa de Las Negras, la bellísima playa de Mónsul, Los Genoveses, etc.
Esta es otra de las cosas que destaca Pérez, de nuevo, el agua: “Tenemos 52 kilómetros de costa, de playas naturales y urbanas, y el único Parque Natural que tiene reserva marina”. Pérez nos cuenta esto a las puertas del Consistorio, en una bonita plaza, la plaza de La Glorieta, donde el diálogo de los pájaros es el sonido predominante. En el extremo opuesto al Consistorio está la iglesia de Santa maría de la Asunción, con su cubierta mudéjar y sus tallas de la Inmaculada Concepción y la de San José, ambas del siglo XVIII.
¿Por qué deberías venir a Níjar? “Aparte de por su singular casco antiguo, con una particular arquitectura de las viviendas, también por la ruta de los Molinos, las vistas de la Atalaya y por supuesto, por el patrimonio cultural y de tradiciones que tenemos”, insiste la alcaldesa. En efecto, se han mantenido aquí tradiciones de antaño, como la cerámica y las harapas (también escrito jarapas, aunque aquí prefieren ponerlo con h por venir de harapos), esas alfombras elaboradas con excedentes de la industria textil y que son una explosión de colores amén de todo un legado artesano heredado de los árabes.
La bella Níjar, que puede visitarse prácticamente durante todo el año debido a su clima, vive fundamentalmente del turismo y sobre todo, de la agricultura intensiva: “Almería es pionera en Europa en exportación de hortalizas, la agricultura intensiva ecológica de Nijar por ejemplo, tiene mucho potencial”.
Lo cierto es que es muy agradable perderse por las callejuelas del casco antiguo e ir descubriendo sus rincones sobre la marcha: todas las callejuelas son cuestas, aunque no te percatarás de ello, salvo cuando llegas a La Atalaya. El barrio que linda con este privilegiado mirador es quizás, uno de los más encantadores, con sus pequeñas casas encaladas y sus cactus (por cierto que el municipio tiene también el vivero de cactus más grande de Europa). La subida merece y mucho, la pena: desde la torre vigía, de origen árabe (durante la época musulmana la localidad era punto de vigilancia) se vislumbran los alrededores, con el mar de plástico y en días despejados, se pueden ver hasta las playas de Cabo de Gata.
El pueblo también presume de tener una de las 80 mejores panaderías de España, La Tahona, un mariposario y asociaciones de bandas de música, que siempre han sido importantes en el municipio y que han recibido reconocimientos en otros lugares de España y del extranjero.
Pero volvamos con algo que, sin duda, es signo identificativo de Níjar: las harapas, cuyos colores son reclamo en las tiendas de ‘souvenirs’. Isabel Montoya, al frente de la céntrica oficina de turismo, es la mejor fuente de información sobre estos tejidos, no en vano, los lleva haciendo desde que tenía 15 años: “Mis padres tuvieron 8 hijos así que pensaron que la mejor forma de mantener la familia era tener telares, telares en los que seguimos trabajando, durante el invierno sobre todo, porque en verano vendemos las producciones”.
Isabel nos enseña, en un pequeño telar, cómo se elabora una harapa, un trabajo artesano de principio a fin: las telas, como ya hemos dicho, excedentes de la industria textil, se meten en un utensilio llamado canillero, que se introduce en la lanzadera. Con su movimiento de pies y manos, Montoya irá tejiendo la alfombra resultante. Este pequeño telar tiene 300 hilos, es de los pequeños, los grandes, de su fábrica, tienen más de mil: y esos hilos, cuando se acaba la pieza y hay que empezar otra, hay que ponerlos, uno a uno, a mano.
A pesar de lo laborioso de su elaboración, los precios de las alfombras son imbatibles: “Tenemos mucha competencia, no podemos ponerlos muy caros. Además, la harapa es una de las cosas que más se vende en el pueblo”, añade.
Un maravilloso olmo nos protege del sol enfrente del Museo del Agua: “Tiene por lo menos 400 años”, nos dice un vecino. Esta placita, con la maravillosa fuente de preciosos azulejos “Y agua de manantial, pruébela”, insiste el vecino, es, sin duda, uno de los lugares con más encanto del pueblo. En un portal vemos un anuncio: “Se vende molino con terreno y agua”. Otra vez el sagrado elemento, tan deseado, tan vital, sale a nuestro encuentro.