Conocí a Sebastián Castella, ya figura consagrada del toreo, en la presentación de una colección de Ángel Schlesser cuando el genial diseñador cántabro aún estaba al frente de la firma y su sello era reconocible en cada creación. Recuerdo que le propuse la idea a Anabel Martí, esa profesional maravillosa que gestiona como pocos lo hacen las Relaciones Públicas y, en seguida, aceptó. Apareció el torero acompañado de Patricia, la mujer que lleva lo más bello de Colombia grabado en sus facciones, siempre callada y discreta, y con la que comparte sus sueños y desvelos haciendo buena la afirmación popular que repite que «detrás de todo gran hombre, hay siempre una gran mujer». O quizás sea al lado. Ambos centraron la atención de las cámaras y también de algunas personas de la primera línea mediática con las que compartieron front row.
Recuerdo que, algunos meses antes, nos invitó a mi querido y siempre recordado Carlos García-Calvo y a mí- a través de su gabinete de comunicación- a verle torear en la Feria de San Isidro. Fue aquella tarde mágica del 25 de mayo en la que pudimos disfrutar en Las Ventas de esa comunión única que se dio entre el torero y Jabatillo, un gran toro de Alcurrucén. Recuerdo cómo Carlos quedó fascinado por su elegancia y a partir de ese momento, sin ser especialmente aficionado a los toros, siempre me preguntó por él. Por él y por Román, que le conquistó con su carácter durante un encuentro que tuvimos en el bar inglés del Hotel Wellington y quedó reflejado en el diario Las Provincias.
Desde entonces, nunca ha faltado en casa por Navidad la tarjeta de felicitación del torero y el saludo, afectuoso que no efusivo- porque un torero es algo muy serio- cuando nuestros caminos se han cruzado. Dice ahora Sebastián, probablemente el torero francés más importante de la historia, que se va. Aunque en el caso de los toreros se podría afirmar, parafraseando al padre Ignacio Sánchez-Dalp en su alabanza al Gran Poder de Sevilla, que «no pasan, siempre se quedan«. O se queda el toreo en ellos. Porque el que es torero, y esto no hay quien me lo quite de la cabeza y del corazón, lo es desde que nace hasta el día en que pasa a la eternidad.
El niño que llegó a Sevilla sólo, sin nada y con todo- pues a veces querer ser ya lo es todo-, pone ahora un punto a su gloriosa carrera. Solo el tiempo dirá si es un punto seguido o un punto final. Quiere descubrir, asegura, «otros universos». Y seguro que lo hará a fondo porque tiene sensibilidad para ello. Es momento de disfrutar del tiempo robado a la familia y del merecido descanso del artista. Que la trianera Virgen de La Estrella, que tantas veces ha llevado bordada en sus vestidos de torear y capotes de paseo, le siga guiando por la senda de la felicidad.
¡Gracias, torero! Aur revoir, Sébastien!